Las cosas, montón de significado

Los objetos tienen una manera insidiosa de colarse en nuestras vidas. Se muestran útiles, indispensables. Otra veces, aunque inoficiosos, adquieren tal relevancia dentro de nuestra construcción de identidad y cotidianidad, que ocupan y mantienen un lugar inamovible dentro de nuestro inventario de bienes materiales. ¿Cuántos no han mantenido un butaco, jarrón, cuadro, camisa o vestido, que aunque ya no se usa o fue heredado, pareciera haberse arraigado a nuestra esencia misma? Pensar en botarlo, regalarlo, donarlo, es tan improbable como pensar en extirpar una parte vital de nuestro cuerpo o incluso un meñique. Pero lo cierto es que las cosas no adquieren ese valor porque nos propongamos obstinadamente en dárselos. No es una vanidad, no es un acto de materialismo. Las cosas adquieren su valor porque hace parte de nuestra esencia misma trasladar un poco de nuestro ser a otro objeto que suponemos nos trascenderá.

Los objetos, las cosas, terminan por revelar un poco lo somos. O fuimos. Cuando alguien se marcha y deja sus objetos detrás, un remanente de su persona queda en esa colección de cosas. Es como si juntándolas , encajándolas unas con otras, se pudiese reconstruir al que se ha ido. O guardando algunas de estas piezas, pensamos que conversamos un poco de quien les ha poseído.

“Por qué será que esculcar entre las cosas de alguien genera una sensación enternecedora y triste, como si la profunda fragilidad de la persona quedara expuesta en su ausencia, a través de los objetos que le pertenecen?” […] “Es imposible entender la forma en que algunos objetos triviales llegan a revelar aspectos tan importantes de una persona; y es difícil comprender la súbita melancolía que generan cuando esa persona está ausente. Tal vez lo que pasa, nada más, es que las pertenencias sobreviven a menudo a sus dueños, y por eso podemos imaginar con facilidad un futuro en el que existan las pertenencias pero no sus dueños. Anticipamos la ausencia de nuestro seres queridos a través de la presencia material de sus objetos.”

(Luiselli, Valeria. Desierto Sonoro, pg. 88, Editorial Sexto Piso)

Será quizás que los objetos absorben, – y también emanan-, las energías primarias de una persona. Las retienen mientras yacen latentes, y difuminan un poco de ellas, como un éter que se suspende gaseosos e inasible, que sólo se puede aprehender cuando hace parte de un objeto, de la cosa misma que lo ha emanado, – o de la persona o en su defecto, el objeto que le ha pertenecido.

¿Has imaginado alguna vez que entran a tu hogar, a robar y que los ladrones hurgan entre tus cosas, las tocan, las mueven, las huelen, las manosean, y algunas se las llevan? Tal vez sentirías tu ser expuesto, vulnerado como si aquello que ha sido tocado o extraído, fuese una parte de ti que ha quedado a la vista, una parte de ti que alguien ha intentado desencajar. Porque nuestras cosas, nuestros objetos acumulados, son una proyección, una partícula personalizada, un ion cargado con nuestra propia energía vital.

Cuando de niños, a veces se imagina que las cosas, -los juguetes, las muñecas, los carros, los móviles-, se despiertan y cobran vida a nuestras espaldas. Cuando grandes, pensamos que los objetos reposan inmóviles cuando los dejamos, así sea por unos días, y pacientes permanecen en su lugar, esperando nuestra llegada. Un pedazo de nuestra vida suspendido en el tiempo, mientras nosotros seguimos viviendo en otra parte. Así mismo, cuando nos vayamos seguirán nuestras cosas viviendo sin nosotros.

Nos dice Borges en su poema Las cosas:

El bastón, las monedas, el llavero,

la dócil cerradura, las tardías

notas que no leerán los pocos días

que me quedan, los naipes y el tablero,

un libro y en sus páginas la ajada

violeta, monumento de una tarde

sin duda inolvidable y ya olvidada,

el rojo espejo occidental en que arde

una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas,

limas, umbrales, atlas, copas, clavos,

nos sirven como tácitos esclavos,

ciegas y extrañamente sigilosas!

Durarán más allá de nuestro olvido;

no sabrán nunca que nos hemos ido.

¿Todas las cosas tienen significado? ¿Podemos encontrar significado en las cosas? O, ¿podemos indagar el significado de nuestra vida en las cosas? Jane Teller en su novela Nada (2000) se aproxima a responder estas tres preguntas. Un grupo de jóvenes de secundaria intentan desmentir a uno de sus compañeros que un día decide no bajar ya más de las ramas de un ciruelo. Pierre Anthon ha concluido que en la vida, nada importa, por tanto no merece la pena hacer nada. Sus compañeros se obstinan en demostrarte a Pierre Anthon que su idea es falsa. El deseo de los jóvenes encierra un motivo ulterior: encontrar el sentido de su propia vida.

Deciden coleccionar cosas en un viejo aserradero, objetos que estén cargados de mucho significado, – cosas que representen algo. Cosas que, en una pila amontonadas, le demuestren a Pierre Anthon que ese cúmulo de objetos son representativos de significado. Para demostrarle a Pierre Anthon que sí hay sentido, deben juntar un montón de significado.

En el proceso, los jóvenes se transforman, transgreden lo inimaginable, para conseguir objetos tan singulares que su presencian en el montón no deje lugar a duda de su significado. Su hazaña llega a oídos de expertos y un museo decide comprarles su pieza, su arte, pues este encierra gran significado. Pierre Anthon desestima el esfuerzo, insistiendo en que nada tiene importancia, y que si su monto de objetos alguna vez tuvo significado y sentido, lo perdieron en el momento en que lo vendieron, en el instante en que fueron pagados por ello. Lo que de verdad significa, no se vende.

Pierre Anthon representa a los existencialistas, a los pesimistas en medio de una lucha desesperada de una generación, -de la juventud-, por encontrar sentido a la vida. ¿Son necesariamente las cosas las que comprueban el sentido y valor de la vida? Dice Teller en su epílogo,

“Pierre Anthon podría tener lógicamente razón si observamos la vida a largo plazo. Pero la cuestión es que no vivimos en el largo plazo, vivimos en el corto, aquí y ahora.”

Nuestra cosas podrán trascendernos, podrán recomponer, por partes, el sentido de nuestra vida. Las cosas las habitamos y habitan ellas en nosotros. Compartimos con ellas tiempo y espacio, pero no estamos hechos de la misma esencia. Somos y no somos las cosas que poseemos.

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